sábado, 23 de diciembre de 2017

VIGENCIA DE EDUARDO TATO PAVLOVSKY

TEATRALIDAD DE EXTREMOS LÍMITE Y AGOBIANTE 
ATMÓSFERA, EN UN RECARGADO HOMENAJE A PAVLOVSKY






ESCRIBE:
FERNANDO GONZÁLEZ OUBIÑA


Un texto imposible es plataforma de otras realidades. Universo de desolación sin límites. Tragicomedia de la condición humana. La re significación del personalísimo estilo de Eduardo Tato Pavlovsky es notable en esta puesta. No creí posible una cosa semejante, es más, luego de la desaparición física del autor ocurrida en el año 2015, pensé: ¿Quién va continuar representando su críptica dramaturgia? ¿Qué elenco osaría recrear su teatro orientado al psicodrama? Recuerdo haber visto repetidamente a Tato con sus actores en un ya desaparecido espacio teatral del Abasto, y lo que completaba la acción y las palabras era él en escena, autor que escribía para actuar, psiquiatra que recortaba el cerebro humano y las relaciones afectivas, actor que inquietaba por su sola presencia, dueño de una máscara única. No olvidemos la bomba detonada en el Teatro Payró en noviembre de 1974, donde se representaba “El señor Galíndez”, las veces que el cine utilizó su estilo dramático y los premios Trinidad Guevara, Konex  de Platino, Moliere, Prensario y Argentores, entre muchos otros. Autor contemporáneo que recibiera el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional de Río Cuarto en 2010. Además de un prolífico actor en piezas clave de la cinematografía nacional.

Un estupendo homenaje le rinden estos artistas desde el espacio Kowalski, club de cultura robado a una casa, en el estilo más tradicional de esos teatros que no pueden ser, pero están llenos de encanto por una razón que no puedo explicar, me hizo acordar al extinto Teatro Escuela de San Telmo, y a tantos otros raspados con los dientes y las uñas para hacerlos posibles como salas, apenas...



La obra de Tato Pavlovsky es profundamente sombría y pensada en un minimalismo precursor incluso de la tendencia, puede ser interpretada como intrínsecamente pesimista, incluso nihilista. Con los años, el exilio y las listas negras, su imaginario se tornó progresivamente más críptico aún. El pesimismo de Pavlovsky se expresa apenas atemperado por un particular sentido del humor, entre negro y ácido. El componente sórdido lo aporta el encierro de los personajes, un confinamiento además existencial que las criaturas pavlovianas padecen. Una dramaturgia personalísima y personalizada, ya que él representaba y dirigía su producción. La pieza escrita en el exilio hacia 1978 y finalmente estrenada en 1981 en el Teatro Olimpia, bajo la dirección de Laura Yusem, con las actuaciones de Carlos Carella, Betiana Blum y el propio Pavlovsky en palabras de su autor significó una elaboración del duelo, sus propias angustias, ansiedades y pérdidas relacionadas con el período de la última dictadura militar.

El texto propone varias realidades, hay constantes flashbacks de breve duración a varios pasados desordenados. En escena un ex boxeador, física y mentalmente destruido, su entrenador, Amílcar, que es amigo y víctima de una situación de precariedad en todo sentido y al que la vida le pasó por encima como un tren, más el agregado de una gentil y compasiva prostituta.

Los cuerpos son soporte para almas desahuciadas, la incomodante aridez espiritual que Pavlovsky expone, siempre inestabiliza y desagrada aviesamente, una dramaturgia provocadora de sensaciones físicas, revulsiva y no complaciente en grado extremo. La estética general se inscribe dentro del teatro de la crueldad, corriente que Antonín Artaud exploró en escena llevando el extrañamiento a límites casi imposibles, -Ya he revisado largamente estas corrientes, reseñándolas en este mismo espacio virtual, así que no abundaré en referencias históricas- Tadeusz Kantor también aparece en mis pensamientos cuando los actores no se miran, casi, en un constante afuera, como metáfora del extravío total de sus vidas y aspiraciones; otra plataforma la constituye el aporte del experimentalismo literario del siglo XX, inscripto dentro del modernismo anglosajón, y su gran exponente el irlandés Samuel Beckett; paisaje ambicioso al que el director Christian Forteza le pone el pecho con entereza.

Esa cualidad de extrañamiento, distancia textual y actancial entre lo que se verbaliza y lo que acontece o es real, está expresada también en la condición física inhabilitante de un púgil que dice: “No me pegaron mucho, puedo volver” pero su mánager aporta: “Te cagás y te meás encima, antes me avisabas, ahora no te das cuenta”, suficiente parámetro de la extensión de decadencia a la que se nos someterá como audiencia por sesenta minutos.


Forteza sabe mezclar y dar de nuevo, la adaptación del texto actualiza sabiamente una estética de finales de los setenta del siglo pasado, es notable su férrea mano de director y la condición de desolación a la que somete a sus actores, en un espacio neutro sin nada, y cuando digo “sin nada” me refiero a una nada especialmente cruel. Esto fuerza los registros constantemente, y ese mirar hacia un horizonte permanente que tienen los actores, nos incluye a los espectadores de manera molesta e irritante, cuando las pupilas de esos seres se clavan en las nuestras deseamos salir a correr y abandonar ese sufrimiento en el que nos incluyen, los contrastes y contradicciones de los personajes transcurren en una sola línea aparentemente monocorde, pero son reflejo de una sombra deformante, llena de un contenido no explícito pero vivo.

Una falsa clama acontece en escena, agobiante y recargada; la des realización extrema lleva a la ausencia de todo erotismo en una escena explícitamente sexual, para convertirla en el más descarnado ejercicio erótico, en esta secuencia y en muchas otras el contenido expresionista recarga sabiamente las tintas logrando altos decibeles de incomodidad, ese corrimiento avieso que ejecuta Forteza nos interpela cruelmente, a él no le importa, muy por el contrario lo esgrime como parte de una cuidadosa búsqueda estética. Destaco especialmente una estudiada musicalidad en el decir, los actores se someten a un hechizo común, algo que Christian me confiesa finalizada la función, casi explicándome el origen de su particular demencia artística, él manifiesta una especie de militarización de los contenidos, donde el actor concurre a una férrea idea con establecidos parámetros, muy apreciables y productivas restricciones por cierto, que paren un espectáculo minucioso y magistral.

Aparentemente nada tiene sentido, los cuerpos como muertos por momentos exponen una neutralidad llena de contenido, condición esencial de contradicción muy bien lograda por el equipo actoral, propia del estilo que transita la pieza, pero hay un dato sobresaliente que es un rara avis del teatro vernáculo y es el trabajo con la respiración de los actores, no suelo ver esta técnica tan precisa y puntual, (que en lo personal me atravesó el cuerpo y me cambió la vida en las clases particulares de María Esther Fernández, y no en la E.N.A.D. mientras cursaba la carrera, ella se la había “robado” a María Rosa Gallo y a Alfredo Alcón) maravillosa técnica, que posibilita al actor avezado treparse rápidamente a estados de enajenación y luego salir de ellos, para comunicar en segundos situaciones de alto contraste y opuesto signo; el diafragma como emperador de las emociones y motor físico de las situaciones que propone el cuerpo, decide el director, manda el texto y el actor ejecuta a partir del depurado ejercicio de una técnica que requiere un concienzudo entrenamiento. ¡Bravo por este notable ejercicio técnico al elenco!

Los actores amordazados y atados por emociones de alto voltaje reducen al mínimo los desplazamientos escénicos, concentrando una usina de dolor y contradicción en esos cuerpos, los tres estupendos logrando momentos memorables, en una aridez poco frecuente desde lo escénico, lo lumínico, lo actancial y sus humanidades en relación al espacio y un único objeto, nada de esto que menciono se percibe como una carencia, muy por el contrario, se agradece como ejercicio estético de alto calibre.

Jorge Lorenzo es el ex boxeador que alterna entre varios pasados y un aquí y ahora desgarrado y desgarrador, estupenda composición que Lorenzo ejecuta con control de domador de fieras, en este caso cabalgando el raid de sus propias emociones y disfuncionalidades, montándolas y sujetando riendas emocionales en una lenta carrera de obstáculos, salvándolos todos.
Julio Pallares como Amílcar, el entrenador, logra mediante la respiración entrar y salir de una enajenación psicotizante, él va y viene en segundos, alcanzando momentos de verdadera perfección, no imagino mejor versión de este personaje de Pavlovsky, todo ejecutado desde una enajenante credibilidad.
Completa este elenco, cuyo denominador común es la excelencia, Lorena Penón en el rol de la prostituta que se expone desde un desgarrador ejercicio de alienación, ella con un marcado tono expresionista comunica en un tipo de veracidad de muy delgado límite, interpretación muy ajustada la de Lorena en este personaje, que tiene menor tiempo en escena, pero que es dramáticamente indispensable.

Todo es un prolijo ejercicio de extrañamiento, donde el expresionismo y el corte brechtiano dominan silenciosamente las ideas creativas, utilizando todo a su favor Christian Forteza es un manipulador consciente, quizás nada le pertenezca de este sistema de signos, pero es notable como sabe combinar los ingredientes de estilo; en la acotada cotidianeidad de tres seres ficcionales diseccionados por la dramaturgia, es donde él destaza actores hasta hallar aquello que desea, seguramente la exposición fractal de anatomías: donde media docena de ojos nos miran constantemente desde la escena, y son posibles esos treinta dedos que se crispan, ejercicio de matemática actoral donde los ritmos del decir ejecutan el aire en una cuidadosa ingeniería des realizante.

En esta obra que funciona como un mecanismo de relojería, todos alcanzan cómodamente los objetivos de sus personajes, el director ajusta y nivela para arriba en todo momento, logrando una paridad de intensidades que concurre a la feliz revisión de este gran texto, insisto: la prolija adaptación es piedra angular de esta propuesta teatral que deseo con intensidad todos puedan disfrutar nuevamente en la temporada 2018.

Sinopsis de Prensa:

Cámara Lenta es la historia de tres seres, un ex boxeador, su manager de toda la vida y una amiga de ambos, que bordean el abismo de lo marginal y buscan, con nostalgia, violencia y amor, vitalizar los puentes de su existencia a través de un pasado ya disecado. Con hambre y sed de sueños que se diseminan en el viento del olvido, bregan por encontrarse en un espejo que les devuelva un trozo de ellos mismos. Aquello que quisieron, pudieron y desearon ser. El pasado regresa, una y otra vez, como haz de luz que agita la oscuridad de su presente, tal vez como el único bálsamo que les queda, la red que los ataje del sinsentido que los atormenta.
Una pieza que aborda las consecuencias, tanto subjetivas como sociales, de la marginalidad, con la intensidad y la inteligencia tan particular de la pluma de Eduardo Tato Pavlovsky.
"Como director lo que más me atrapó del texto es la influencia de cierto clima Becketiano, incluso con aristas de Pinter. Situaciones por momento un tanto grotescas, discusiones absurdas, alegrías casi obscenas. Pasajes que remiten a nostalgias, en busca de un paraíso perdido, a la infancia. Son tres personajes desesperadamente dependientes, que sin embargo, luchan contra esa simbiosis. Mi mayor deseo, al trabajar con la obra, más allá de seguir homenajeando a este grande de nuestra dramaturgia, fue trabajar con aquellas partes más ricas de la pieza: lo latente, aquello que no se dice, aquello que se susurra; el peso del silencio. Vínculos donde el otro resulta como un espejo deformante, donde nos miramos, pero no quedamos indemnes, ya que por momentos nos exalta y otras veces nos marca para toda la vida", declara Christian Forteza.

Ficha técnico artística:


Este espectáculo formó parte del evento: Encuentro - Pavlovsky
Este espectáculo formó parte del evento: Ciclo Pavlovsky
Duración: 60 minutos

Clasificaciones: Teatro, Adultos


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