Escribe:
Alvarez
Castillo
La obra se inicia con los cinco actores en escena,
sumidos en una sugestiva escenografía, y una rápida referencia a Sartre, a
obras como “Las manos sucias”, que
buscan crear cierto clima de intelectualidad emparentado al accionar
revolucionario. Pero tempranamente se percibe lo que será una característica
del espectáculo: una excesiva lentitud, que no despeja la previsibilidad en el
desarrollo de las acciones.
La sala ofrece dos gradas ubicadas en ángulo
recto, que permiten una excelente visión a los espectadores. Además, para esta
obra, se utiliza una entrada lateral, de garaje, para el ingreso de un
automóvil a metros de las de los espectadores, desde el que se traslada el
féretro. Éste y otros efectos, como sonidos externos que provienen, por
ejemplo, de un baño, hacen crecer el escenario a los márgenes del mismo
escenario.
El grito, la exaltación, a la que acuden los
actores, en especial, en la sucesión de oraciones fúnebres, en homenaje al
líder muerto, son un trago largo de beber. Esos largos monólogos lentifican aún
más la acción dramática. Y, más allá de la corrección literaria, el texto que
parodia el panfleto político, arrasa con el diálogo entre los personajes.
Expresan ideología, uno tras otro, pero no hay conexión entre ellos. Se tiene
la impresión de que se puede sacar a uno u otro, sin que varíe la pieza, en esa
ronda de lamentos juveniles. Y esto no es responsabilidad del director, ni de
los actores en sí, no se aprecia qué más se puede hacer, ante una suma de discursos
de esas características. Lo hagiográfico se lleva puesto la pasión
revolucionaria, el móvil ideológico.
En el líder político se dibuja la imagen de un
Mesías, y la sospecha que puede instalarse, avanzada la obra, al no haber la
debida interrelación entre los personajes, se diluye, no cobra cuerpo.
Los personajes, en su exacerbación, trasmiten la
locura propia de una época histórica que se llevó valores, vidas y destinos. Una
época que –en nuestro país, para nuestra fatalidad– ha regresado metamorfoseada
y convertida en farsa, como bien diría Carlos Marx. Este hilo conductor, de
alguna manera, es lo que enlaza los monólogos, ese frenesí revolucionario. Y en
ellos aparecen distintas remisiones a la simbiosis entre política y religión;
el principal de ellos quizá sea la mención de la cruz.
En el segundo momento del espectáculo –porque así
corresponde denominarlo, más que como obra teatral– se suceden escenas que
intentan dar un vuelco al clima de la primera parte. Además de la aparición de
un grupo de comediantes, se descubre que el féretro –ese gran símbolo que
contenía el cadáver del Líder– no es más que el arcón de un artista de varieté,
de un payaso, pero no el sacro féretro de ese mesías. En ese vacío que trae el
ridículo, sin el cuerpo del líder, emerge la sátira, la farsa. Y ahí hay una
buena lectura de lo que somos.
En algún pasaje hay escenas de violencia gratuita
y, debido al efecto de un disparo –por cierto, nada agradable, ni recomendable–,
un momento de tensión que nos puede acompañar hasta finalizada la obra.
Más allá de que consideramos que no existe una
idea dramática que organice las escenas, que terminan presentándose como
números aislados que pueden estar o no, elogiamos la alta calidad actoral del
grupo y, con esto, la dirección del mismo.
En parte, a nuestro juicio, los defectos o
carencias que observamos son propios de las obras teatrales en las que el
director tiene a cargo la escritura de las mismas –algo que estamos presenciando regularmente– y que dan
la impresión de haberse gestado más desde la práctica escénica, que desde la
necesidad de la escritura. Paradojalmente, alguien podrá agregar que con Shakespeare la cuestión puede no haber
sido muy distinta, como hombre de teatro que era el Bardo de Avon. Pero
entendemos que buscamos señalar otra percepción del nacimiento de la obra.
“La vida compartida”, se nos presenta
como una ilación de cuadros independientes, con el uso de ciertos recursos
teatrales que permiten darle continuidad narrativa, pero sin los contenidos
dramáticos insoslayables, que condimentan al teatro.
Esto no quita que reconozcamos en la escritura de Pablo Caramelo un muy buen trabajo de
escritura, así como mencionamos su idoneidad en la dirección. Son cuestiones del
espectáculo. Una puja entre texto teatral y no texto teatral.
El desenlace en “La vida compartida”pasa a ser, en nuestra visión, uno de los infinitos
desenlaces posibles. Al no haber un atisbo de conflicto dramático, ni una trama
que solicite su resolución, el final es sencillamente el momento que,
arbitrariamente, se desee.
Sinopsis para Prensa:
Un grupo de jóvenes revolucionarios, en la
fecha luctuosa del fallecimiento del líder político que rige el destino de
algún país latinoamericano, resuelve raptar el féretro con sus restos y
llevarlo a un teatro abandonado para homenajear su memoria en forma privada y
clandestina. Durante la hora que ocupa el desarrollo de la ceremonia fúnebre,
el fervor retórico mudará en un clima exhausto de sospecha y desilusión, y los
cuerpos jóvenes envejecerán imperceptiblemente. No obstante, en tono menor, y
casi como una condena, continuarán celebrando.
Yatay 666 (mapa)
Capital Federal - Buenos Aires - Argentina
Teléfonos: 4861-7714
Web: http://face: abasto socialclub
Entrada: $ 80,00 / $ 60,00 - Viernes - 23:00 hs - Hasta el 22/08/2014
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